La tiranía de la intolerancia

Con las manos sucias de su propia corrupción osan levantar un dedo acusador señalando la misma corrupción que corre por su pasado.

No hubo arrepentimiento, hubo rencor.
No hubo remordimiento, hubo odio desmedido… Como si el odio tuviera medida para ser bueno o malo, el odio es odio al fin.

Se sentaron a la orilla a ver como fracasaba el barco. Lo cascotearon para que se hunda. Pero no lo lograron, ¡carajo!

Se ensuciaron las conciencias aprobando pequeños permisos para cambiar principios, que luego negaron haber cambiado.
Ya, para éste entonces, lo puro, lo sin mancha era una extraña sombra negra en la sábana blanca.

El dolor del otro no les importaba, si al cascotear el barco, un rasguño alcanzaban.
Pero la cara les ardió de vergüenza cuando, insólitamente para ellos, su artimaña quedó a merced de ojos atentos.

Una bandera izada a medio mástil. Dos días de duelo. ¡Chau festejo carnavalezco! ¡El país está de luto! Todavía los cuerpos están tibios… son los verdaderos sacrificados.

Pero otros, se quejan. No se conduelen. Prefieren echar culpas, antes que sentarse con el dolido. ¡Claro! No cualquiera puede convivir con el dolor ajeno sin hacer justicia por mano propia. Aunque esa justicia sólo sean palabras huecas y sin contenido.

La intolerancia es tirana… porque cuando uno cree que va, en realidad, es que está de vuelta.
Lizzie – 28 de febrero de 2012

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