El 18 de julio de 1994 me encontró en mi trabajo. Cercano a las 10 de la mañana, mi jefe de entonces me dice: “andá al Once a llevarle estos papeles al contador”. Acabábamos de escuchar en la radio que una explosión había acontecido. Pero el ruido y la imprecisión era tal que lo primero que supimos fue que el atentado era perpetuado contra la DAIA en Palermo.
Medio confusa, sin ganas y con mi radio portátil, salí rumbo al Once. Estaba a 3 cuadras de mi destino y ya se olía a pólvora. Me bajé del bus y comencé a caminar sin tener mucha noción de lo que pasaba. Gente corriendo de un lado a otro. Agentes de policía que gritaban: “no fumen, no fumen” (claro! Después me daría cuenta que había pérdida de gas y el riesgo de explosión era grande).
Me abstraía mirando el panorama. Estaba a una cuadra del edificio de la AMIA en la calle Pasteur. Un par de años antes había trabajado a escasos metros de aquel imponente edificio con mármol negro que ya no existía. Escobros por doquier. Sangre. Restos de cuerpos humanos mezclados con mampostería. Desazón. Impotencia. Tristeza. Comencé a caminar dando vueltas alrededor de la manzana. Me crucé con Jorge, un amigo de la iglesia. Y un diálogo improvisado:
-¿Estás bien? – Si, creo que si. Estaba estacionando el auto y me tembló todo. ¿Qué pasó?
Horas más tarde o minutos, no lo sé. No lo pude precisar en ese momento, no puedo recordarlo ahora. Desde Rosario, a 400 kms de Buenos Aires, estaban desesperados llamando a mi casa. Querían saber qué pasaba. Si yo estaba bien. Alguien me vio en uno de los flashes televisivos caminando por ahí. Yo tengo imágenes borrosas. Sensaciones impregnadas en la piel. En mi caminar una persona me llevó por delante. Era de Defensa Civil y llevaba un bulto enorme de algodón. El paquete se rompió. – ¡Dale! Ayudame… la gente lo necesita– me gritó ese muchacho. Tratamos de armar el paquete otra vez, pero tuve que acompañarlo. Crucé la baya del lugar vedado. La situación era desesperante. Jamás estuve en un campo de guerra, pero tenía esa sensación. Llegué hasta 30 metros del lugar. Dejé lo que cargaba y me retiré. Mi cuerpo se retiró. Mi mente, mi corazón y mi espíritu estaban ahí pasmados. Miré alrededor y trataba de armar el rompecabezas de la imagen que guardaba en mi retina.
No sé como salí de esa situación. Sí recuerdo que regresé como a las 4 de la tarde. Había caminado mucho. La radio que llevaba no había dejado de funcionar. Estaba sumamente informada. Llegué a mi casa. Hablé con mi familia y encendí el televisor. Allí me quedé casi toda la noche. Tres días después acudí a la primera marcha en repudio por el atentado. Ya se sabía que 85 personas habían sido sacrificadas.
Mi relato no es periodístico. No es desde el dolor de la pérdida de un ser amado. No quiero hablar de política. Quiero rendir un homenaje silencioso a quienes murieron en aquel lugar.
Me llevó más de un año volver a pasar por aquel lugar. Los nombres de las personas que fallecieron están en un paredón del nuevo edificio. La memoria activa sigue intacta.
Un minuto de silencio en homenaje… un tiempo de oración por las familias que siguen buscando justicia.