Fue la mañana del 6 de julio de 1415. El mayor predicador de su generación y uno de los más destacados en toda la historia de la iglesia, se presentó a juicio una vez más. Sin embargo, esta sería la última vez que lo haría.
Había padecido más de siete meses de encarcelamiento torturante. Aunque le habían prometido un salvoconducto a y desde el juicio, lo arrestaron y encerraron poco después de su llegada. Primero, lo echaron a un calabozo oscuro y deprimente que estaba cerca de la cloaca. Las condiciones eran tan horribles que pronto se enfermó gravemente y probablemente habría muerto de no haber sido reubicado. No obstante, los cuartos subsiguientes apenas estaban algo mejor. Pronto se vio confinado en a la torre de un castillo, donde lo encadenaban de pies y manos cada noche.
Aun cuando lo interrogaron en varias ocasiones, nunca le dieron una oportunidad para defenderse públicamente o para aclarar sus criterios.
Los procedimientos oficiales en su contra que comenzaron el 5 de junio, no eran más que un simulacro de juicio. Cuando le ordenaron que explicara sus escritos, su voz se ahogó entre los gritos enfurecidos de sus acusadores que demandaban la quema de sus libros. Aunque apeló a la razón, a su conciencia e incluso a la Palabra de Dios, ignoraron y desoyeron sus ruegos. Finalmente guardó silencio, convencido de que nada de lo dicho sería de utilidad alguna. Su silencio lo interpreta- ron como el reconocimiento de su culpabilidad.
Por tanto, la mañana del 6 de julio, se hizo caminar a este inocente hombre de Dios hasta la catedral para enfrentar el veredicto final. Con el fin de ridiculizarlo, sus acusadores lo vistieron con una túnica de sacerdote y pusieron una copa de la comunión en su mano. Luego lo despojaron de esa vestimenta, quitándole la ropa pieza por pieza como demostración simbólica de su excomunión.
Habiéndolo condenado y denunciado como hereje, lo hicieron desfilar hasta el lugar de su ejecución, en las afueras de la ciudad, donde nuevamente quisieron que se retractara, a lo que volvió a negarse. Con sogas mojadas lo ataron a un poste mientras aseguraban una cadena alrededor de su cuello. A sus pies amontonaron la leña; entretanto, las burlas de sus verdugos se entremezclaban con las voces silenciosas de la multitud curiosa. Pronto se encendió el fuego y el humo comenzó a llenar el aire. Cuando las llamas empezaron a abrasarlo, clamó, no en desesperación sino con las palabras de un himno: «“Cristo, Hijo del Dios vivo, ten misericordia de nosotros, Cristo, Hijo del Dios vivo, ten misericordia de mí, tú que nacisteis de la Virgen María…” y cuando comenzó a cantar la tercera vez, el viento sopló la llama en su cara y de ese modo, moviendo sus labios en una oración silenciosa, expiró».
No obstante, las llamas aquel día de verano de 1415 habrían de palidecer comparadas con el fuego de la reforma que desató Juan Hus. Su influencia se había extendido por toda Bohemia y por otras partes del Imperio Romano. Finalmente llegaría hasta Alemania, donde con- formaría la visión de un monje llamado Martín Lutero. Al descubrir los escritos de Hus, Lutero exclamó: «Quedé abrumado de asombro. No pude entender por qué motivo han mandado a la hoguera a un hombre que explicó las Escrituras con tanta sabiduría». Aun separados por un siglo, Hus llegaría a ser uno de los grandes mentores de Lutero, al punto que al reformador alemán se le conocería como el «Hus sajón».
Tomado de Esclavo de John MacArthur, Ed. Grupo Nelson