Hay un viejo dicho que dice que «aunque la mona se vista de seda, mona se queda». En estos días de quietud sigo leyendo y no sólo pasan los libros sobre mi vista, sino uno de los más modernos métodos de lectura. ¿O debería decir de escritura? ¡Claro que hablo de los blogs!
¿Hablando se entiende la gente?
No creo que haya un solo refrán que la experiencia no contradiga, en lo más íntimo y cotidiano y también en lo más amplio, en lo más común, en lo más general. Nos movemos entre citas verbales que pueden ir desde un adiós, que repetimos sin pensar jamás en Dios y un vete al diablo que pronunciamos sin pensar necesariamente en el diablo. Son más pesimistas los que creen que el sujeto está hecho por el lenguaje, a su vez formado por la ideología dominante, y que sólo reproducimos nuestra sumisión al emplearlo. Sin embargo, todos aceptamos que se nace en un país y en un idioma, o al menos en la versión local de ese idioma, que viene de lejos y sigue de largo, dejándonos algunos nombres en el camino. Echenique dixit
En los blogs cada cual es dueño de decir lo que piensa y siente. Algo así como un diario íntimo publicado en la Internet. Por supuesto en la red hay de todo, como lo hay en la viña del Señor.
Una de las cosas que más me llaman la atención son aquellas palabras que reflejan una relación personal con Dios, lo mismo aquellas que no lo reflejan e intentan defender posiciones que ni pueden definir. Me gusta aprender de los demás, de sus experiencias, de sus vivencias por eso leo todo lo que se me cruza.
Me causa un gran decepción encontrarme con argumentos sin base, o con la sola visión de una batalla de trincheras donde uno debe perder sobre otro que gana. Como una vieja canción que dice que «si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia. La verdadera historia, quien quiera oír que oiga…». Quizás una de las tentaciones más grandes que sufrimos todos los humanos es justificar nuestros discursos intentando usar los textos de autoridad como pretexto, al sacarlos fuera del contexto en el que fueron publicados. Así algunos podrían explicar la proliferación de las tortugas de agua, hablando de la multiplicación del pan y los peses que hizo Jesús.
Husmeando por ahí me encontré con una explicación sobre la existencia o no de las llamadas «malas palabras». Recordé el discurso de Fontanarrosa, un humorista y cuentista argentino. Él habló del asunto en medio del III Congreso Iberoamericano de Lenguas Españolas. Y además recordé a Alfredo Bryce Echenique, un peruano prominente en el mundo de las letras, profesor en las universidades de Nanterre, la Sorbona, Vincennes, Montpellier, Yale, Universidad de Austin, Universidad de Puerto Rico, etc. Un genio en la materia, bah!
Echenique dice: «a veces es imprescindible reducir al mínimo el margen de error, el hombre ha ido inventando diversas jergas especializadas para al menos mitigar en cada una de las correspondientes actividades la confusión que engendra el subjetivismo». Está hablando de la definición del léxico, específicamente de la composición de los distintos idiolectos.Para definir si un vocablo es malo o bueno, conveniente o inconveniente, blanco o negro, habría que hablar de otra cosa como también lo hace Echenique.
«Los hombres intentan remediar su esencial incomunicación acuñando neologismos de todo tipo que aspiran a la precisión absoluta, pero el propio éxito de algunas palabras las populariza y devuelve al caudal común del lenguaje, donde terminan perdiendo consistencia y concreción y provocan el nacimiento de nuevos términos supuestamente exactos, al igual que una gota de agua o un copo de nieve tienen una individualidad y una pureza iniciales que desaparecen al ir engrosando el grande y lento río del idioma. Por ello la lexicografía, al pretender fijar las definiciones de los vocablos, acomete una labor semejante a la de Sísifo subiendo incansable una piedra que siempre volvía a caer. Ningún diccionario o libro de estilo es definitivo y esto nadie lo sabe mejor que sus propios redactores. Saben que las palabras y sus significados son meras, pálidas reproducciones de las actividades, saberes y sueños de los hombres; saben que éstos, en su patético frenesí, cambian cada vez más de prisa sus fetiches verbales. No ignoran los lexicógrafos que ya no basta el diccionario-foto, imagen estática de un momento de la evolución de la lengua y por tanto anticuada al cabo de unos años, sino que hay que aspirar al diccionario-cine, imagen dinámica de un texto cambiante conseguida mediante sucesivas ediciones de la obra.»
Ay algo que en el sistema diádico de la interpretación del signo expresado por Ferdinand de Saussure, que tiene que ver con la connotación de la palabra. Aquello que carga al significado de una palabra con contenido valórico agregado. La intencionalidad del hablante, la interpretación del receptor. Aunque para ser sincera, yo me siento más cómoda con el sistema triádico de Charles Sanders Peirce, donde define el signo en relación al objeto en sí y la interpretación del mismo, bajo una representación justificada. Si este triángulo se proyecta sobre una secuencia de interacciones entre dos individuos (como un diálogo), se transformará en una tríada lineal en la que los elementos del signo se suceden en el tiempo (objeto – representamen – interpretante) y donde, por consiguiente, el objeto se puede tomar como un contexto antecedente del representamen, mientras que el interpretante nos puede servir como contexto consecuente del mismo. En resumen, la superposición de estas tríadas a una cadena de interacciones nos dará las claves del significado, a partir de sus antecedentes (significado referencial) y de sus consecuentes (significado funcional). En este sentido, el esquema peirceano puede verse como núcleo bien de una semiótica, bien de una lógica de la acción concebible o efectiva.
Todo este largo recorrido y algo escueto como aburrido para los que no saben de qué estoy hablando, es a modo de introducción del pensamiento. Me gustaría citar al libro de mayor autoridad sobre esta tierra que es la Biblia, la Palabra de Dios y dice así:
«Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan.»
La anterior es la versión NVI del texto de Efesios 4:29. La versión Reina Valera 1960 dice: «Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.»
La Lenguaje Actual le da un poco de contexto más nuestro uso, aunque me sigo quedando con la NVI. Lenguaje actual dice: «No digan malas palabras. Al contrario, digan siempre cosas buenas, que ayuden a los demás a crecer espiritualmente, pues eso es muy necesario.»
La versión castiza dice: «No salga de vuestra boca ninguna palabra sucia, sino expresaos en términos correctos, que sean edificantes y de bendición para quienes os escuchen.».
Y la Biblia de Las Américas dice también: «No salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino sólo la que sea buena para edificación, según la necesidad del momento, para que imparta gracia a los que escuchan.».
Todas estas versiones hablan de las intencionalidades del vocablo, quizás en términos modernos o Peircianos en términos de la terceridad o el pragmatismo. Es decir, lo que significan en la práctica.
La persona que diserta sobre este tema lo hace con alguien a quien no nombra, mi sospecha es que no lo hace con una persona de carne y hueso, sino que utiliza el legítimo recurso narrativo de lo que Borges llamó el lector ideal. Pero lo cierto es que en medio del argumento al supuesto contrario se le acaba el discurso de manera súbita y da la razón a la primera persona, es decir, al yo omnisciente del relato. Puesto que esto es una falacia de afirmación del consecuente, salgo a la palestra conjeturando que ante la falta de un argumento sólido la conversación ficticia quedó trunca.
Relacionar las palabras malas, corrompidas, u obscenas como dice la NVI con las palabras que hoy llamamos “malas” de manera cultural tiene que ver con este juego de la semiótica donde, como afirma Peirce, la pragmática domina y crea la ‘normalidad’ o terceridad del signo. Aquello que termina siendo una connotación diádica o triádica, pero connotación al fin. Esa es la explicación, que lisa y llanamente no se encuentra en diálogo de algunos ideólogos de la excusa y la evasión. Como persona academicista y como una mujer con visión de Reino, me expreso en el sentido que una palabra mala puede significar una palabra que en muchos lugares se usa con dos sentidos. Por ejemplo “competitividad” en su sentido más puro y positivo es la capacidad de tener competencias, características, cualidades, primeridad en términos de Peirce. Mientras que puede tener un significado macabro, el de la efectividad fuera del Reino vinculado al mero profesionalismo empresarial dentro de la vida de la Iglesia. Habrán escuchado aquello de «Usted no reúne las condiciones que nuestra iglesia requiere, si no se ajusta a nuestros requerimientos será despedido a fin del mes de febrero» o «usted ha cumplimentado un ciclo, está viejo, ya no nos sirve a la misión que hemos suscripto».
Las palabras pueden ser utilizadas con intencionalidades disímiles. El verdadero arte de la comunicación es darle una intencionalidad que se parezca lo más posible a la universalización del significado, pero esto es imposible por la diversidad de personas que existen en este planeta. Por eso, cuando Pablo se refiere a “malas palabras” lo hace a aquellas que de una manera u otra provocan un menoscabo intencional hacia el otro.
¿Por qué escribí esto? Porque me dieron ganas de discutir el tema con la altura académica que merece y no con argumentaciones sin basamentos lógicos, científicos, literarios o bíblicos. Para ayudarme a mi misma a pensar en voz alta.
Lizzie:
En el contexto bíblico, creo que mala palabra es en sí el vocablo emitido con mala intensión (como terminas afirmando al final de tu artículo). Es igual entonces una mentira, un comentario dicho con desdén desmesurado, un dicho con ira injustificada o palabras abundantes de ignorancia pero llenas de burla. Es decir que no necesariamente «malas palabras» son sólo las que tienen significado peyorativo y vulgar.
De hecho, nuestro hablar es normalmente vulgar, por ser común y poco estructurado.
Así pues entonces, Dios jusgará igual como «mala palabra» cuando le digo a un conocido: «Chillón», «coyón», «marica», «chilletas», «berrinchudo», «pataletas», si lo que quiero es hacer burla, escarnio o mofa de su actitud habitual de llorar por todo. Es decir que aunque esas palabras no sean consideradas «malas palabras» si serán jusgadas como tales por ser concebidas con el propósito firme de ofender.
En México conocemos y usamos el «albur», que es léxicamente hablando, un juego de azar donde una u otra parte de los jugadores puede ganar o perder en igualdad de condiciones (probabilidad 50/50); pero aplicado a nuestra singular cultura se refiere a un juego de palabras que, busca usar de la sagacidad del que lo crea para mofarse o insultar a quien lo escucha de manera disimulada, usando sólo palabras y conceptos semióticos y crítipticos que a veces son indecifrables o sólo se pueden comprender por quien conoce y domina la «clave cultural de interpretación».
Por ejemplo, si yo dijera «quema mucho el sol» tú entenderías mi comentario como una frase fuera de contexto acerca del clima o la intensidad de los rayos ultravioleta, pero yo estaría diciendo algo que me haría reir para mis adentros porque realmente significaría para mi «me parece una tontería pueril». Si estos juegos de palabras se llevan a un contexto de ofensa, entonces, aunque no estén incluidas palabras de esas que se censuran con «beeps» o con asteriscos, de cualquier modo son malas palabras.
También existen palabras que por su dureza se consideran malas; pero no suenan mal o son relamente más aptas según el uso estricto del lenguaje. Decir a alguien «infame» o «imbécil» no parece ya un insulto, pero lleva para quien conoce el significado de esas palabras igual pena. Son malas palabras. Caso similar sería que alguien nos llamara «cabeza de chorlito». Suena a chiste de caricatura, pero es un hato de palabras que se hace malo en sí, aunque paresca risible.
Entonces ¿debo ofenderme cuando un sudamericano o européo que ve televisión mexicana por satélite me saluda diciéndome «¿qué onda güey?» Dado que él no conoce el cifrado semiótico de esa frase no estará diciendo nada malo y sólo ofenderá a quien lo conoce. Además, la palabra «güey» tiene un contexto triple, pues es variación vulgarizada de la palabra «buey» y que se usaría para hablar de una persona estúpida que hace lo que le ordenan sin atender a la razón; se refiere a un amigo de importancia y cariño dentro de un contexto de barriada y se aplica bajo el contexto histórico al cargo de más importancia en la cultura Tenochca (azteca), el Huey Tlatoani.
El muy conocido escritor Mexicano Germán Dehesa, dice, como leiste por ahi, que no hay malas palabras, si no malas actitudes y malas intensiones. Eso es lo que en este mundo globalizado hace que nos entendamos sin ofendernos. La biblia dice también por ahí que el impío piensa lo malo, guiñe los ojos y ejecuta el mal.
Me parece bien lo que dices, felicidades. Escribo yo todo lo aquí expuesto como complemento. Bendiciones.
¡Exacto Carlos! es el punto, sin lugar a dudas.
Fiajte que además considero que hay palabras que por contexto cultural más global son conocidas como ofensivas y pienso que el texto bíblico se refiere a aquello de no pronunciarlas porque corroen, por eso una de las versiones habla de «corrompida» y la NVI de «obsena». Recordando que las Escrituras hablan de no hacer cosas que hagan caer o tropezar al otro. Si me conocieras personalmente y me escucharas hablar notarías que mi lenguaje coloquial es bastante diferente a mi lenguaje escritural. Por eso mismo que tu bien comentas de lo vulgar en el sentido cotidiano (no hablo de vulgar como sinónimo de bajo o soez).
Ahora bien, si comienzas un diálogo diciendole a la otra persona «Hey tonto (gil, salame, imbésil, zonzo, estúpido, güey, «Carlitos» -en mi país el diminutivo de tu nombre a veces es usado para tratar a una persona como alguien con pocas luces)», creo que detrás de ese saludo que pudiera ser inofensivo hay un menoscabo a la persona y eso es lo que hay que evitar.
Por otro lado, traía esto a discusión porque queremos justificar lo injustificable con argumentos a medias. Una de esas justificaciones pudiera ser que yo arranque la charla contigo y diga: «Hola idiota ¿cómo estás?» y luego explique que es una manera cariñosa de llamarte, pero la verdad es que el idioma español es tan basto que puedo encontrar un sinónimo menos agresivo para saludarte. Hasta puedo justificar que la palabra idiota está en la Biblia y que significa una persona sin muchos sentidos agudizados, etc. etc. pero ¿qué es mejor?…
La denominación malo o bueno, dependerá de la intención del corazón y de la pragmaticidad del lenguaje. Quiero dejar en claro que no se trata de un normalismo puritano, sino de una actitud de un corazón conforme al corazón de Jesús. Una simple pregunta basta ¿lo diría Jesús así?…
¡Gracias por pasar por aquí y dejar tu valioso aporte!
¡Dios te bendiga!
Lizzie
Hola:
Me detuve en tu blog siguiendo un link y más aún cuando ví esta nota … Me llamó la atención como tratás el tema y se ve un caudl de información y un buen lexico plasmado. Y en lo personal estoy muy de acuerdo con vos, y la persona que comentó antes por este lugar… La Palabra de Dios es muy clara con respecto a nuestra manera de hablar, y de ser prudentes en nuestro hablar no?? Realmente te felicito por este aporte importantísimo para cada uno. Bendiciones!! Chau!
P/D: Te agregué en uno de mis blogs.
Gracias Yaquee!! por pasar y por agregar mi link en uno de tus blogs ¿me dices en cual? Estuve mirando el de 80s y 90s Gospel. Me reí al ver la bio de Andrea Francisco, somos amigas desde hace muchos años.
Bueno… gracias nuevamente! Dios te bendiga!
Lizzie