Hace unos días me movieron de mi zona de confort. Mal. Muy mal. Tanto que estuve horas dando vueltas con el tema en la cabeza. Sabía que debo confiar en Dios. Que tiene todo resuelto. Lo sé. Pero ¡cuánto cuesta! Y más detrás de un año… ¡dos! de tanto cambio y pérdida. En el mismo momento en que estaba digiriendo la muerte de mi tío “Gordo”, me cae una palada de problemas. Así, tipo avalancha. Dos días después la partida de una amiga muy querida, Romi. Quien luchó contra el cáncer por algunos años. Una mujer admirable.
Después de varias horas de pensar, hablar con amistades y familia, para resolver el lío que se me generó por algo externo a mi persona. Ver y pensar en qué hacer, cómo solucionarlo y no llegar a ninguna solución. El cansancio, el calor extremo de un día sin respiro, las noticias que están lejos de ser buenas. ¡Ay! ¡Cuánto, que aprender! Realmente me sentí aturdida por varios días.
«Dios está ahí. Lo sé. Lo he vivido antes. Siempre está ahí. Tengo que confiar. Navegar a ciegas si él conduce no es problema. No sé de dónde pero todo ayuda a bien a quienes amamos a Dios. Y lo estoy diciendo en medio de mi desorientación total. Es por fe. ES POR FE. Nada mas que por fe”, me repetí una y otra vez.
Hasta que volví a mí. Me centré en Dios que es mayor que los problemas. Me tranquilicé. Tomé aire y seguí a pesar mío. A pesar de las ansiedades. Decidí que no me iba a afectar. Ni que tomaría decisiones alocadas. Justo ahí llegaron confirmaciones. Charlas con personas muy cercanas que me ayudaron a ver con mayor claridad. Nuevamente Dios proveyendo personas sabias que me aconsejan, amistades divinas que se ocupan de mí sin pedir nada a cambio.
No me gusta salir de mi zona de confort. Como a todos. Pero qué bien hace cuando nos damos cuenta que nos movieron el piso pero que el Capitán de la Historia de la humanidad sigue al mando, porque me niego a hacer nada que no esté avalado por Él. ¡Gracias Señor!, como dice una amiga.
Lizzie Sotola